Los hielos se derriten al compás de la
aguja. El reloj ya lo indica, pero los hilos se amarran al pespunte a
destiempo. La sangre baila al ritmo de la balada que canta el silencio para amainarla. El humo se filtra entre los parches y
el olor a tabaco seco se cuela entre las lanas. Cuando enhebra la aguja,
inmediatamente se teje a sí misma un infinito telar de recuerdos que ayer
fueron herida, que mañana serán cicatriz.
Un
par de algodones mojados en lo que dicen que lloran los cocodrilos y algunas vendas empapadas en el pasado que, irrompible como el diamante, ya no brilla. Un alfiler
que explota los quejidos y un hilo transparente que tira de la mirada hacia al
frente. Siempre.
Porque
ella, como la lencería fina, se cubre de encajes que saben a ron añejo, de los
que ya quemaron las sábanas en su momento y ahora rozan la piel con un gusto
amargo. Ella no. Ella no es una muñeca hecha de trapos deshilachados. Ella borda
la diferencia y remienda los días que no fueron buenos para coser la calma
cuando los rasguños griten.
Así,
mientras recuerda que el dolor es humano, da la última calada a un golpe de
suerte, antes de que el humo se deslice entre la seda de sus labios.